Dicen que si Dios existe, no tiene vanidad.
Dicen que por los siglos habrá de ser como lo era y como lo será.
Han dicho mucho.
Y se ha hablado quizá de más.
Se ha hablado del amor.
Han habido tantos incrédulos como aquellos que hablan de Dios y su faláz humildad.
Y es que Dios si existe, es pura vanidad.
El amor, de encontrarse,
-porque el amor existe, la cuestión es encontrarlo-
te quema, quemándose simultaneamente.
Las lenguas de las llamas te acarician con tranquilidad.
Te susurran poesía delicada mientras te desaparecen la piel.
La piel verás, no es tan necesaria.
El amor te demuestra cuan banales llegan a ser las certezas.
Cuan insípidas son las mentiras.
Cuan ajustados quedan, aveces, los ideales.
Y te sigue consumiendo.
Mientras te consume, se consume a sí mismo.
Se renueva, te renueva.
El amor es cuestión única de encontrarse.
Encontrarse sin ganas más que de estar enamorado.
Sin ganas más que de estar ardiendo.
Encontrarse con temores olvidados, transgredirlos y caminar con ellos de la mano.
Cuando se está enamorado, no hay necesidad de cuestionarlo.
El hombre mortal se sabe enamorado.
Dios en cambio, -quien nunca ha ardido- juega a estarlo.
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