jueves, 1 de octubre de 2015

Hoy fue un día soleado.

Hoy puedo ver la luz del sol entrar por mi ventana...
 Y nada más.
Hoy no pude ver el cielo azul, tampoco me interesó saber si los pájaros cantaban. Si mi perro no había venido a lamerme la cara desde temprano, como todos los días.
Hoy entró la luz por mi ventana. Ese solo hecho arruinó cualquier hecho que pudiese venir después. Mi ventana, violada por la estrella irradiada que cuesta tanto ver de frente. No se puede más que verla de reojo, celosos de su belleza deslumbrante.
Valiente aquel que logra verle de frente.
Valiente aquel que ve algo más que esa belleza entrar por su ventana. Que logra desafanarse de esas grandes simplicidades de la vida. Aquel que sigue con su vida, como si no se desmoronara con la sola briza de su aliento, caliente sobre la espalda de la mañana.
Valiente aquel que sobrevive a la tortura de mil cosas en la cabeza, que no interesan pero que pesan ¡cuanto pesan!.
Hoy no pude levantar un solo dedo, no pude hacerme de la vista gorda, no pude pararme de la cama y hacer como si me importara qué vestido quedaría bien con el clima de esta bonita mañana. Hoy solamente pude admirar el sol por mi ventana, desenterrar de entre mi vocabulario qué palabras acomodar para describir esta obra de teatro perfectamente orquestada por el titubeo de los destellos sobre el vidrio medio chasqueado. Hermosos minutos que pasaron admirando tal belleza. Perfectos para describir el día entero. Resumirlo en un par de minutos, el resto, ¿qué interesa? El resto es mero protocolo, el teatro de la vida mediocremente orquestado por trivialidades que nos hacen menos sol por la mañana, menos noche a luz de luna, menos todo y más nada.
Y nada más.

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